Sin duda, el invierno invita al recogimiento. El frío y la disminución de las horas de luz no facilitan el contacto con la naturaleza. Pero si vencemos esta adversidad y nos permitimos sentir el pulso de esta estación, nuestro cuerpo y sobre todo nuestra mente nos lo agradecerán.
Salir al campo a caminar una fría mañana de enero en Madrid, observar nuestro entorno y contemplar los rasgos que imprime el invierno en el medio es una sensación revitalizante.
Los árboles caducos aparecen ya desprovistos de hojas en estas fechas, y nos muestran su entramada estructura que aguarda, que reposa, para brotar de nuevo con energía en la próxima primavera. El cielo plomizo nos regala algún claro de sol reconfortante y el aire fresco activa nuestra circulación y nuestros pensamientos.
Si levantamos la vista podemos sorprendernos tal vez con algún paso de gaviotas rumbo al embalse adornando las nubes madrileñas con su silueta marina; escuchar el gorgojeo de los petirrojos gordinflones que revolotean nerviosos a ras de zarza; levantar un bando de avefrías que descansa en la quietud del campo del cultivo y se alerta de nuestra presencia, o descubrir un grupo de locuaces estorninos con su orquesta de silbidos inundando algún poste eléctrico cercano.
No estamos solos, aunque nuestra cultura urbana se empeñe en hacernos olvidar, en hacernos egocéntricos, en desvincularnos del medio. Sólo somos una forma vital más, tremendamente especial en cuanto a nuestra capacidad de razonar y sentir, pero sólo una pieza más del escenario de la vida.

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