Es una mañana soleada de finales de febrero. Me acerco a la charca que este año tiene la gran suerte de estar rebosante de agua por estas fechas. Los sapos descansan a sus anchas entre los ranúnculos, que están a punto de estallar en una alfombra olorosa de pequeñas flores blancas, o asoman sus cabezas al sol después de la bacanal de los últimos días.
Como resultado de los amplexus decenas de puestas tapizan las zonas más someras de la charca como cordones de caviar. Algún rezagado, se resiste a soltarse y se aferra al cuerpo de su superhembra, que espera paciente que termine por fin su abrazo. Todo está resurgiendo en la charca. Miles de invertebrados conforman un microcosmos que con los rayos del sol deja ver su algarabía. Pequeños escarabajos girínidos dan vueltas como locos por la superficie del agua deslumbrando con sus reflejos de plata. Una notonecta sube veloz a la superficie y coge una burbuja de aire para volver a desparecer con la misma velocidad. Algunas parejas de pequeñas libélulas se pasean en cópula entre las plantas que emergen a la superficie formando la silueta de una gaviota con sus cuerpos enlazados. Diminutas arañas rojas como la sangre corretean por el agua y algún galápago despistado que no advierte mi presencia se asoma a sentir el sol.
Mientras paso los minutos observando, un estruendo de lejano patio de recreo llama mi atención hacia el cielo. Son ellas, las grullas, las que tanto me gusta descubrir en sus pasos cada año. Centenares de ellas hacen y deshacen uves, que se convierten en líneas más o menos rectas y a veces se aglutinan en las corrientes de aire como a la salida de un concierto con sus gorgojeos alborotados. Y una vez más, me hacen sentir el pulso de la vida.
Comentarios
Publicar un comentario